Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito.
Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de
pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada:
solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En
ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó:
"¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó
para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y
trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo
lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa
sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como
negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente
«¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el
esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase
que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me
lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo
pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas.
Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la
facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono
tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No
muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas
incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto
de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro
calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio
ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran
los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che,
Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que
armamos, si nos falla justo ahora...».
Para no desmoralizar a la
tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no
les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos
Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban
ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo,
si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó
Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado
preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de
nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí:
«En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón,
querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año
vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor
suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano
en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio
pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde
Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por
sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo
tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo
pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que
viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber
jugado».
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico
se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada
barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi
casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la
boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y
todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo
retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un
equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo
de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con
vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no
tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa
tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más
abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo.
Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se
fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió
viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa.
Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos
bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A
los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a
un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses,
pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era
el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos
porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que
ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez
tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.
Cuando
Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un
trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la
hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras
necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder
como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó
también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí
me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de
Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros
tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha
año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver.
Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de
nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer
hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas
mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un
incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común
acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente
prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de
afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más
bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias
inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro
lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas
cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de
elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos
privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual,
seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los
muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy explícitos, pero
yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para
mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la
risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras
finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10
ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y
el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos
nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días.
Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que
le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo
dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con
doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se
enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un
desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual
se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del
partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta
que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito,
en la última reunión, me murmurara a gritos un «dejá Carlos, son una
manga de cagones». Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre,
agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el
sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que
nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de
hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir
negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el
Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más
aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Cuando
el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la
prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre.
El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito.
El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la
mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre
que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la
vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del
arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para
la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por
primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el
ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez,
que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al
vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y
lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al
humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder.
Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos
por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la
hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que
por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba
más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con
pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción
patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco,
esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo
mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos
tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras
familias y nuestra salvación eterna.
Fue cuando lo mandé a
Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el
portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase
seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba
convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en
venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su
vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que
Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del
partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y
también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado,
volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se
quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía
hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía
llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El
viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar
en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio
confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para
calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las
veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se
había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había
casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le
había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El
siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando
venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como
cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido
nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa
noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de
allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo
le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau
Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar
impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que
perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y
al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el
que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época
jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero),
yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos
ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y
porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo,
fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara.
Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro,
si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos
juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se
tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco
minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que
pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle
que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito,
duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése
nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito
aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la
cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito
entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo
se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo
porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de
estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del
técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a
los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un
abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron
afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la
pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin
pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de
su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en
Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó
de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de
vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita
quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo,
tantas cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de
saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol
suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y
cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los
puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos
amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo
miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero
jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita
que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la
rabia, entendéme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo
por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte
tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por
respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a
Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión
de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área,
con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando
de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y
media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al
encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. «Es la
hora, Carlos», me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo
satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?»,
preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la
impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
«Andá
ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo», le dije.
Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del
camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno
menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún
extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno
que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó
en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se
hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de
todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para
completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos
que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los
bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo.
Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos
desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que,
a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando
me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los
mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran
para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera
posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate
pancho, Carlitos». En ese momento me acordé del partido de dos años
antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el
tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose
«saltá vos». El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un
metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a
cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta
el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no
me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía
parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a
los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un
canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al
árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido
la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar
un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor
sonrisa, nos envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el
Tito, qué bárbaro», y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo
en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba
el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en
orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de
que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no
para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es
el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca
entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos
mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que
yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro,
mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que
el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que
no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto
todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía
adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un
bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego,
aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la
alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que
quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que
por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a
caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de
margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los
nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de
los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el
cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y
mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando
le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin
bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los
hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la
concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y
llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te
juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole
calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo
para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar
delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a
encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos
cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene
catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.
Como
Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el
mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué
el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no
entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en
el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la
diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino
hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando
llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un
segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento
breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la
zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del
botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el
rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo.
El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada.
Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos
ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles.
Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese
suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos
que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de
poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era
un trámite, un asunto concluido.
Mientras el árbitro volvía a
mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío
memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del
mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de
pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No que no venía? ¿no
que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como
exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte,
moríte de envidia, infeliz.
Pitó el árbitro y Tito me la tocó al
pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a
tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola
apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una
tromba, y el Bebé trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos,
salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después
tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos,
buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.
Esperándolo a Tito (Sacheri)
Esta entrada fue publicado el 10 de febrero de 2013.
Etiquetas: Cuentos,Sacheri.
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Lo leí en el bondi de mi ciudad natal claypole a plaza Constitución.. nunca lloré un 25 de mayo..
ResponderBorrarLucas Rios muchas gracias por dejar tu comentario. También te recomiendo los audiolibros que se encuentran acá, son muy emotivos y yo también me he aguantado las lágrimas cuando voy en el Metro (Subte) al escucharlos.
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