Un segundo que duró toda la infancia

Empezó a correr. Pero no fue una corrida como las otras. No era la banda derecha del Arsenal. No era el pique de barrio en Tocopilla. Era esa distancia entre el punto blanco y el abismo.

Alexis pensaba —aunque no quería pensar, y eso lo asustaba más— que había estado corriendo toda la vida para llegar a ese segundo. Desde que tenía ocho, desde que lavaba autos y le pegaba al balón con rabia en vez de llorar. Que todo lo había hecho para llegar justo ahí, a ese plano congelado donde solo él avanzaba y todo lo demás —el estadio, los gritos, la historia— estaba en pausa.

Vio al arquero. Bravo le había dicho: “Córtala y pégale fuerte, como siempre”. Pero él no quería fuerte. Quería silencio. Quería estilo. Quería terminar esto como en las películas que no se filman.

Porque esto, lo que estaba pasando, no era cine. Era más que cine. Era la escena que nadie cree hasta que la vive.

Pensó en Arturo, en Valdivia, en el llanto que le subiría por la garganta si fallaba. En su mamá. En Chile entero. En el balón, que parecía mirarlo con esa cara de “decídete, pero ya”.

Y en ese momento exacto, justo antes del golpe, cuando ya no era humano sino una ráfaga de pasado y músculos, Alexis Sánchez decidió que no iba a patear: iba a escribir.


El pie derecho bajó.

La pelota lo esperaba.


Y el resto, el resto fue país.

Esta entrada fue publicado el 19 de abril de 2025.
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