Mi abuelo ya no recuerda nada, o casi nada.
Ni mi nombre, ni el suyo, pero cada vez que me ve con una pelota,
le brillan sus ojos, agita la mano como pidiéndola y grita:
—¡Tócala de primera pu cabro!
Yo se la toco despacito. Y así jugamos, como antes, aunque ya no se acuerde que es mi abuelo.