No tengo entrada.
Nunca he tenido.
Pero igual vengo.
La reja está ahí, como siempre.
Con huecos perfectos entre los fierros para meter la cara.
Si me apoyo bien, veo el arco norte.
Llego temprano, con pan con mortadela envuelto en servilleta y una botella plástica con jugo en polvo.
Mi viejo me dice que algún día voy a entrar.
Pero yo no quiero entrar.
Desde acá se ve más real.
Los que entran gritan.
Nosotros murmuramos.
Los que entran saltan.
Nosotros nos trepamos.
Pero todos, todos sentimos lo mismo cuando la pelota empieza a rodar:
que algo nuestro está ahí adentro.
Cuando nuestro “9” encara, yo lo acompaño con la vista.
Cuando se cae, me duele.
Y cuando la mete, soy el primero en gritar.
No lo hago por la tele.
Lo hago por la reja.
Por el frío en las manos.
Por el eco que rebota en las paredes del estadio.
Por los cabros al lado que se saben los nombres de todos, aunque nunca lo han podido ver de cerca.
Desde la galucha no se ve todo.
Pero lo que se ve, se siente más fuerte.
Y cuando salgo, con las manos negras y la garganta ronca,
sé que no estuve afuera.
Estuve donde hay que estar.
Donde los sueños todavía no cuestan entrada.