Y no me desperté (japezoa)

Me quedé quieto.

No lloré de inmediato. No grité. No me moví.

Sólo respiré. Como si acabara de salir de bajo el agua.

Como si mi cuerpo no supiera si ya podía creerse vivo.


Miré al cielo. No había estrellas.

Sólo luces blancas. Gente. Ruido.

Pero adentro, adentro estaba en silencio.


Pensé en mi vieja.

En cuando era chico y me decía: 

“No te pongás triste por eso, es sólo un juego”.

Y yo no decía nada. Pero no era un juego. Nunca fue un juego.

Era todo.


Pensé en él.

En papá.

En las veces que me llevó de la mano, en las veces que no llegó, en lo que me dijo una vez: “Algún día te van a mirar distinto”.

Y en cómo lo dijo, como si fuera una profecía.

Como si él supiera que iba a doler antes de sanar.


No escuchaba nada.

Había un millón de gritos, pero yo solo escuchaba un latido.

El mío.


Quise caminar, pero las piernas no me respondían.

Me temblaban como cuando era niño y me llamaban para pasar adelante.

Para demostrar que podía.

Que no era solo ilusión.


Y ahí estaba.

No el momento.

Sino todos los momentos.

La infancia en Rosario, el irme lejos, los años que no dormí, los que no comí, los que no lloré cuando me destrozaban, las veces que me decían “no podés”, “por qué allá sí y acá no”, “te falta algo”, “no eres como ÉL”…


Ahí estaban. Todos.


Y yo también.

Parado. Quieto.

Sabiendo, por primera vez en la vida, que ya no tenía que demostrar nada.

A nadie.


Que el sueño…

no era un sueño.

Porque no me desperté.


Esta entrada fue publicado el 13 de julio de 2025.
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