Llegué (japezoa)

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Me decían el “Zurdo Díaz”.


Tenía 15 y me venían a ver de equipos grandes.

Un veedor del Colo me dijo una vez:

—Vos tenís algo que no se enseña.


Y yo me lo creí.

Me lo tatué sin tinta.


Jugaba bien.

Sí pa’ qué voy a mentir.

Tenía enganche, pase, visión.

El profe decía que yo era distinto. 

Y eso, a esa edad, es como que te digan que vai a ser astronauta.


Fui a probarme.

Quedé.

Entrené.

Me citaron.

Me lesioné.

No me desordené.

No me citaron más.


Después mi mamá se enfermó.

Mi viejo empezó a trabajar el doble.

Y yo tuve que agarrar pega.


Chao fútbol.

Chao sueños.


A veces me decían:

—¿”Zurdo”? ¿Qué fue de ti? ¿Jugaí todavía?


Y yo decía que sí, que sí que sí. Mentira.


Jugué un par de amateur.

Algún nocturno de barrio.

Unos torneos en la playa.

Siempre destacando.

Pero ya no era lo mismo.


Hace poco fui a ver al “Nico”, uno de los cabros con los que crecí.

Debutó.

Juega profesional.

No es crack, pero está ahí.

Y cuando terminó el partido, me vio en la galucha.

Me vino a abrazar.

Y me dijo al oído:


—Hermano, vos jugabai mejor que yo. 


No supe qué decir.

Le pegué en el pecho y me fui al kiosko a comprar una bebida con el alma hecha bolsa.


Esa noche, en mi pieza, Saqué los chuteadores viejos que aún tengo guardados.

Los que usé en la final que le ganamos a los weones del “Real Victoria”. Con Gol mío.


Y pensé:

No llegué, es cierto, pero eso que viví… es parte del sueño.


A veces, cuando voy a la cancha de la pobla a patear al arco solo, me convenzo de que llegué igual…



Ya lo viví (japezoa)

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Es la última del partido, Messi  la agarra en mitad de cancha, se saca a uno, apila a 3 cerca del semicírculo y descarga por la izquierda a un solitario Lavezzi. El estadio respira en seco. Y yo también.


Lavezzi centra a tres dedos. La pelota va rasante, perfecta, venenosa, rápida. Estoy justo de frente a la jugada y ya sé lo que va a pasar. 


Ni siquiera he visto a Higuaín. Pero no importa. Sé que está ahí. Siempre están ahí.


La jugada dura un segundo, pero yo ya estoy en el 98, en Burdeos, con el penal de Bouchardeau.

Estoy en Belo Horizonte, con el travesaño que aún suena y que sueño cada tanto.

Estoy en cada vez que jugamos como nunca… y perdimos como siempre.


El pase sigue su curso y yo ya estoy derrotado. Higuaín aparece. Define rápido. La red se mueve.


El estadio grita.

Gol.

Gol, conchetumadre.

Nos cagaron otra vez.


Cierro los ojos.

No quiero verlos.

No quiero verlos correr al córner a abrazarse como siempre.

No quiero ver a Chile rendido, otra vez.


Pero había un silencio raro. Como si la tragedia se hubiera quedado sin sonido.


Abro los ojos.

La pelota está ahí, quieta.

Del lado de afuera de la malla.


No fue gol.

No fue gol.


¡NO FUE GOL CULIAO!, me grita mi amigo. Nos miramos. Nos abrazamos. Nos reímos. Celebramos. Porque ahí entendimos que está vez, la historia estaba de nuestro lado.



Carta desde el futuro (japezoa)

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Hola, enano.

Sé que estás despierto.

Son las tres de la mañana allá.

Tu mamá duerme. Tu papá hace que duerme.


Y vos estás con los ojos clavados en el techo,

preguntándote si esto vale la pena.

Si todo lo que no podés hacer hoy

va a tener sentido alguna vez.


Lo va a tener.


No ahora.

No pronto.

Pero sí, va a llegar.

Y cuando llegue, no vas a gritar.

No vas a correr.

No vas a decir nada.


Solo vas a cerrar los ojos.

Y vas a verte a vos.

Ahí, en Rosario.

Con los botines sucios, el cuerpo frágil,

la cabeza llena de sueños que todos creen exagerados.


Vas a acordarte del miedo, de la distancia,

de todo lo que te dijeron que no ibas a lograr.

Y te vas a reír, despacito.


Porque sí, enano.

Sí lo hiciste.

Sí llegaste.

Y no fue un accidente.

No fue suerte.


Fuiste vos.

Fuiste vos, todas las veces que no te rendiste.


Así que dormí tranquilo.

Que lo que soñás esta noche…

es real.


Va a pasar.

Nos pasó.

Y es para siempre.




Y no me desperté (japezoa)

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Me quedé quieto.

No lloré de inmediato. No grité. No me moví.

Sólo respiré. Como si acabara de salir de bajo el agua.

Como si mi cuerpo no supiera si ya podía creerse vivo.


Miré al cielo. No había estrellas.

Sólo luces blancas. Gente. Ruido.

Pero adentro, adentro estaba en silencio.


Pensé en mi vieja.

En cuando era chico y me decía: 

“No te pongás triste por eso, es sólo un juego”.

Y yo no decía nada. Pero no era un juego. Nunca fue un juego.

Era todo.


Pensé en él.

En papá.

En las veces que me llevó de la mano, en las veces que no llegó, en lo que me dijo una vez: “Algún día te van a mirar distinto”.

Y en cómo lo dijo, como si fuera una profecía.

Como si él supiera que iba a doler antes de sanar.


No escuchaba nada.

Había un millón de gritos, pero yo solo escuchaba un latido.

El mío.


Quise caminar, pero las piernas no me respondían.

Me temblaban como cuando era niño y me llamaban para pasar adelante.

Para demostrar que podía.

Que no era solo ilusión.


Y ahí estaba.

No el momento.

Sino todos los momentos.

La infancia en Rosario, el irme lejos, los años que no dormí, los que no comí, los que no lloré cuando me destrozaban, las veces que me decían “no podés”, “por qué allá sí y acá no”, “te falta algo”, “no eres como ÉL”…


Ahí estaban. Todos.


Y yo también.

Parado. Quieto.

Sabiendo, por primera vez en la vida, que ya no tenía que demostrar nada.

A nadie.


Que el sueño…

no era un sueño.

Porque no me desperté.


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